
Recordó aquel rostro. En realidad más que ese rostro se vio en esa sala austera de la casa en la que pasó sus años universitarios. Recordó ese viernes en que apareció en su puerta y terminaron en aquel primer beso, rancio en esencia, teñido de la ingenuidad primeriza de quien no sabe discernir entre la perversión de otro, 18 años mayor, y el fluir de lo natural. Se le abalanzó y sin poder reaccionar de otro modo sucumbió ante ese gesto premeditado. Hasta ese entonces no conocía los olores, las texturas, los arrepentimientos de un encuentro entre dos pieles ajenas. Era una niña, solo tenía veinte años. Esa inmadurez le generó una culpa infinita. Cada movimiento macabro fue planeado y la noción de que eran almas gemelas de otra dimensión, de otro tiempo, se convirtió en el mantra que le repetía a diario para justificar el abuso perverso. Tocó, besó y exigió lo impensable para una niña ingenua.
En sus madrugadas, en sus días, en sus noches, aún puede verse allí. Por mucho tiempo habitó un círculo de culpabilidad. En repetidas ocasiones quiso huir de esos recuerdos, arrancar la sensación de sentir aquel peso corporal a sus espaldas tras haberse negado rotundamente, sentir cómo su vulnerabilidad era pisoteada mientras su ser se iba deshaciendo con ella. Irrumpió sin ser convidado. Placer unilateral; ella, un objeto inanimado viendo segundo a segundo cómo se evaporaban sus últimos instantes de paz, su futuro ser y estar en esta vida. Se llevó todo lo que fue y quiso ser.
Es difícil perdonar el no haber salido a correr, el haber aceptado una pesadilla que ante el horror después disfrazaría de amor.
-Fue por amor- se repetía una y otra vez para justificar dicho atropello.
Se sobrevive, es cierto, pero jamás se logra recomponer aquel cuerpo intacto que fue usurpado de sus memorias futuras más bonitas.

Ilustración, "Las hadas no usan zapatos" (2004) de Olga Buitrago Lagnelet
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